My way
ZAMBRA DE LA BUENA SALVAJE [Crítica]
Resonancias clásicas; sonidos modernos
El pasado 24 de mayo, la bailarina Isabel Vázquez estrenaba (dentro de la programación del 40º Festival Madrid en Danza) ZAMBRA DE LA BUENA SALVAJE, un espectáculo (catalogado oficialmente como danza contemporánea – multidisciplinar) con dramaturgia de Ruth Rubio y dirección de Alberto Velasco. Solo ocho semanas más tarde, se presentaba La Jácara de los cuerpos imposibles (incluida en el 48º Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro), una suerte de cabaré de danza-teatro donde repetía el tándem formado por Rubio (en la dramaturgia) y Velasco (en la dirección).
A estos títulos podríamos sumarles (al menos) otros tres para poder extraer algunas conclusiones: El pulso de las candelas (Fandangos del plutonio), con el que la propia Rubio participó en 2022 en el X Programa de Dramaturgias Actuales del INAEM; Still? (tientos de la ruina futura), una propuesta híbrida entre danza, teatro de texto y música en vivo estrenada en el Teatro Central de Sevilla en 2024, con dirección de Raquel Madrid y (de nuevo) dramaturgia de Rubio; y Años sombra de verbena (Coplas solarpunk para alumbrar el mundo), obra por la que la dramaturga onubense fue galardonada hace mes y medio con el 34º Premio SGAE de Teatro Jardiel Poncela 2025.
Quiere decirse que, en el plazo de tres años, Ruth Rubio ha alumbrado una (in)voluntaria pentalogía con evidentes elementos en común: títulos extensos de resonancias clásicas y poéticas (pero convenientemente actualizados con lenguaje o elementos ultramodernos); inclusión de algún género musical, palo o danza en dicho título, como inequívoca referencia a su origen andaluz; como consecuencia de lo anterior, carácter festivo o celebratorio de toda (o parte de) la trama, aunque sea abordado desde la ironía o, incluso, desde la denuncia; y (quizá lo más significativo en los trabajos ya estrenados) hibridación de diferentes artes escénicas (danza, teatro y música) en su puesta.
Decir no
Dicho lo dicho, en ZAMBRA DE LA BUENA SALVAJE se celebra, aunque sea de aquella manera, la (des)domesticación de su protagonista, que, a una edad en la que la sociedad la pretende (pre)jubilada, se atreve a confesar que, si fuera verdaderamente fiel a su naturaleza salvaje de mirada ancestral, «diría: no»; no a la (cultura de la) cancelación; no a la (auto)censura; no a la posesión; no a los (pre)juicios.
El concepto celebratorio elegido en esta ocasión es la «zambra», un término que, según el Diccionario de la lengua española, procede del árabe hispánico «zámra», y este del árabe clásico «zamr» [«tocata»], y que remite a la «fiesta que usaban los moriscos, con bulla, regocijo y baile»; por extensión, a la «fiesta de los gitanos del Sacromonte, en Granada»; y coloquialmente, a una «algazara»: ruido o gritería de personas.
Pero la polisemia del sustantivo recuerda que, antiguamente, zambra servía también para referirse al propio lugar en el que se desarrollaban aquellos espectáculos del Sacromonte, y que se sigue utilizando hoy para referirse a un exótico baile integrado a su vez por otros tres que simbolizan diferentes momentos de una boda gitana (la alboreá, la cachucha y la mosca), acompañados por un cante y un toque monótonos (en el compás binario de los tangos lentos), que demuestran la raíz folclórica del palo.
Prohibida por la Inquisición española en tiempos de Felipe II pero practicada de forma clandestina, la zambra consiguió llegar viva hasta el siglo XX, perpetuada primeramente por pioneras como Carmen Amaya o Lola Flores, y honrada en la actualidad por estrellonas como Eva Yerbabuena o Rocío Molina, bailada habitualmente con los pies descalzos, la blusa anudada a la cintura y una falda larga asegurada a la altura de la cadera para que sus amplios pliegues floten en el aire.
Y se llama zambra, igualmente, a un estilo de canción de posguerra (civil) popularizado en las estampas escenificadas en sus últimos años por Manolo Caracol, con el que deseaba recrear el exotismo moruno de la época mítica mezclando flamenco y copla, probablemente influido por los sucesivos acercamientos acometidos por Albéniz, Granados, Falla o Turina. El nuevo palo (pariente próximo de los tientos) se hizo célebre gracias al espectáculo homónimo escrito para el cantaor sevillano por Quintero, León y Quiroga y compartido con su pareja artística (y afectiva) del momento, Lola Flores. Con Zambra (1943) giraron juntos por toda España durante ocho años; juntos lo adaptaron al cine en Embrujo (1948); y, entre tanto, la voz caracolera de la «caricia honda» y del «pellizco chico» dejó registradas cumbres del género como La Niña De Fuego o La Salvaora.
Una reventaera
Esta ZAMBRA DE LA BUENA SALVAJE le debe más al legendario baile que al manido palo flamenco —de hecho, en el proyecto no hay ni rastro de folclore—, aunque es, como se dijo al principio, un espectáculo multidisciplinar que aúna la danza contemporánea y el teatro de texto con una fuerte presencia de la música. Isabel Vázquez encarna a una mujer que contiene a todas las mujeres, dueña y señora de un cuerpo que se debate entre lo que es y lo que se proyecta sobre él; un cuerpo que finalmente se permite la furia, el grito, la risa y el desgarro; que se pega una reventaera.
La salvaje ejemplar emprende un ritual de desposesión con el que trata de recuperar tanto espacio perdido por el género femenino a lo largo de la historia. Los espectadores asistimos a un monólogo coral en el que la protagonista —una y todas, a la vez, como acto de resistencia colectiva— se rebela contra el ideal de mujer canónica, buscando la manera de extirparse los órganos que (re)generan inconscientemente la amabilidad, la diplomacia y la elegancia; y hallando la forma de vencer para siempre a la norma, dejando maltrecho al sistema.
Su personaje funciona como una gran rapsoda, (auto)erigida en coro, que absorbe y expulsa coreutas mientras la acción avanza imparable hacia la catarsis. La dramaturga pone en su boca un doloroso (pre)texto en el que se dice todo lo no dicho y se llora lo no llorado, convertido en la voz de todas las víctimas de la violencia silenciosa e invisible ejercida desde cualquier parcela de poder.
Alberto Velasco la lleva a bailar la ritualidad de la zambra descalza frente a la bestia, como lo hacen quienes prefieren sentir la firmeza de la tierra bajo sus pies. Desde su alegre y desprejuiciada disidencia, el polifacético creador vallisoletano (aquí en calidad de director) arrastra a la bailarina a su particular universo, en el que tanto lo visible como lo recóndito viven radicalmente alejados de lo normativo.
Ella baila sola (a los 60)
El violoncelista Pau Casals siguió tocando hasta pasados los noventa años —murió a punto de cumplir los noventa y siete—. Una vez le preguntaron por qué seguía trabajando a esas alturas de la vida, y él respondió, con sorna: «Porque creo que estoy progresando». La bailarina, coreógrafa, directora y profesora, Isabel Vázquez, vuelve a bailar a sus sesenta años por idéntico motivo, pero sin cachondeo: cree firmemente que a día de hoy entiende el movimiento y a su cuerpo mejor que cuando era (más) joven; que su edad le da la oportunidad de estar en el escenario de una manera más profunda.
Su (pen)último espectáculo como intérprete, que coincidió con su medio siglo de vida, se tituló Hora de cierre precisamente porque con él pensaba poner punto y final a su carrera como danzarina, pues era consciente de que el sistema la había expulsado subrepticiamente de la circulación, y ella, generosa, quería concederle un último baile. Mas sucede que, después de aquello, la que es una de las grandes figuras de la danza contemporánea española se embarcó en proyectos tan influyentes como La maldición de los hombres Malboro (2017) o Archipiélago de los desastres (2021), ejerciendo diferentes labores pero, sobre todo (y esto lo dice ella): «Observando mi movimiento en diferentes cuerpos y viendo cómo este se transformaba, se enriquecía. Viéndome a mí en otros, aprendiendo, progresando…».
De ahí que sienta de nuevo la necesidad de poner en práctica todo ese conocimiento adquirido y confrontarlo con su cuerpo de ahora para explorar sus límites; conectar con aquella bailarina y permitir que se exprese desde la sencillez, buscando la esencia, la concreción y el minimalismo, sin virtuosismos, dando forma a un espectáculo donde la convención estética no tenga prioridad sobre la danza.
El hombre nace regular
A medio camino entre la rabia y el (sentido del) humor, la formalidad y la irreverencia, Vázquez, Rubio y Velasco le discuten a Rousseau y a toda la retahíla de (bien)pensados —aunque lo incorporen irónicamente a su título— el mito del buen salvaje: aquel que, muy resumido, asegura que «el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe». Sostienen ellos, por el contrario, que el ser humano ya viene regular de serie —la protagonista pide perdón por nacer en mitad de la función— y que, con el tiempo, la cosa no hace sino empeorar.
Tan al límite se encuentra su personaje que (casi) todos sus parlamentos los lanza de espaldas a la realidad (oséase, su público). Pero eso no le impide (más bien al contrario) desnudarse física y emocionalmente, para mostrar sin tapujos las arrugas y las cicatrices del cuerpo y del alma.
Durante el proceso de creación de ZAMBRA DE LA BUENA SALVAJE, Isabel Vázquez perdió a sus padres, con un mes de diferencia, y tanto dolor acumulado (en la ficción y en la vida) acaba desbordando el movimiento escénico de un montaje que oscila entre la improvisación y el desvarío, rozando la performance en algún capítulo. Basta decir que, en este su espectáculo más autobiográfico hasta el momento, la bailarina se lía (literalmente) la escenografía a la cabeza.
The final curtain
Esta singular propuesta utiliza como referencias reconocibles simbolismos procedentes de la arquitectura, la pintura, la escultura, la música, la literatura, la danza, el cine… Empezando por el espacio escénico, que ha contado con la asesoría de lujo de Leticia Gañán y Curt Allen Wilmer: a veces interior, a ratos exterior, mejor sería percibirlo como un espacio mental. Lo que vemos es una habitación blanca, enorme, con el suelo muy brillante; ventanas y puertas cerradas; ambiente denso, claustrofóbico. Al final, cuando se recoja bruscamente el decorado, terminará siendo campo, aire libre.
El vestuario de Yaiza Pinillos —otro regalo impagable— cobra protagonismo con un vestido largo con mucho vuelo, de un material plástico, que cruje al moverse. Inequívocamente, ese traje habla de encorsetamiento, de rigidez, de armazón, de (super)estructuras, de todo lo que ha condicionado la moda femenina históricamente. Remite, por oposición, al atuendo típico de la zambra: aquí la blusa es camiseta y, en vez de anudarse bajo el busto, se coge con una pinza; y la dificultosa arquitectura de la larga falda niega la alegría volandera de los pliegues clásicos.
La iluminación puntillista de Benito Jiménez termina de pintar el lienzo en el que un clásico bodegón inicial es ferozmente transformado en una naturaleza muerta en la que se pretende sembrar un nuevo paradigma, justo después de que la buena salvaje descorra «the final curtain» [«el telón final»] al ritmo de la escalofriante versión de My Way interpretada por Nina Simone. Se llega así al liberador «the end» de un mediometraje que mezcla la extrañeza sugerida por Carlos Vermut con la incomodidad provocada por Michael Haneke.








